Regresaba de su último viaje de negocios, tras pasar cinco semanas intentando vender los productos de su empresa a personas que no los necesitaban. Las puertas automáticas se abrieron a su paso mientras arrastraba su raída maleta de viajante y le enfrentaron con una multitud de caras ansiosas, ojos que buscaban ávidamente el objetivo al que disparar esa sonrisa que los labios apenas podían ya retener. Se deslizó entre aquel amasijo de bienvenidas y buscó un taxi que le llevara a casa. Deshizo la maleta, descongeló una pizza y la cenó frente al televisor. Después de la ducha se contempló durante unos minutos en el espejo, mirándose como quien mira un bodegón. Se puso el pijama y dejó que el sueño le venciera mientras lloraba.
Algunos meses después compró un billete de metro y bajó al andén con paso firme y decidido. Fue justo hasta la mitad del túnel y allí se detuvo haciendo que las puntas de sus zapatos sobresalieran unos centímetros del borde. Dos minutos después se comenzó a oír el rumor del convoy que se aproximaba. Giró la cabeza hacia la oscuridad y miró cómo se iban acercando los dos pequeños puntos luminosos. El tren fue tomando forma y pronto entró con estruendo a la estación. Pudo ver al conductor y el letrero que indicaba el punto de destino. Se balanceó levemente hacia adelante y tuvo que agitar los brazos con violencia para evitar caer a las vías. Cerró los ojos asustado y no supo distinguir si aquel suspiro surgió de sus propios pulmones o del sistema hidráulico que abrió las puertas de los vagones. Se apeó en la última estación: Aeropuerto.

Desde entonces era un visitante regular. Le gustaba pasar unas horas allí. Miraba los paneles e imaginaba que en aquel vuelo de Düsseldorf o en ese otro de Lima tal vez regresaba a casa alguien querido. Después se colocaba en primera línea, apoyado en la baranda, esperando a que se deslizaran aquellas puertas de cristal que no dejaban ver el otro lado. Y se dejaba envolver en aquel amasijo de bienvenidas. A veces, con suerte, quedaba justo en medio de dos sonrisas y soñaba por un instante que no estaba en medio sino al final. Tampoco se engañaba. Era consciente de que nunca llegaría nadie, y consciente de que le esperaba una casa vacía. Pero también sabía que eran aquellas visitas al aeropuerto las culpables de que siguiera con vida.
Audio-video: Andrés Calamaro y Pappo - Desconfío
5 comentarios:
Este relato es muy triste....Me molaba más tu foto de ye-ye!!
Más triste hubiera sido si lo tiro al metro. xD
Rafita, en la vida hay de tó, un ratito para el yeyé y otro para el ayayay. ;)
A mí también me ha parecido triste... pero celebro tu vuelta!!
Gracias, Myriam. Estoy intentando volver también a las buenas costumbres y visitar blogs, así que pronto te dejaré un comentario seguro.
A mi no me parecio triste, me parecio impactante . . . .
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